1.
La ciudad nace de la violencia de la separación, de la división, de sus pliegues y de sus cortes. O algo parecido escribí en las primeras páginas de Ampliación del Fuerte Recabarren, reconstrucción de Temuco a través de diez artistas jóvenes (2014), hace poco más de diez años. Se trata de un libro que publiqué a propósito de la investigación homónima en la que analicé el trabajo de un grupo de artistas que, en esa época, se enfrentaban a sus primeras exposiciones en medio de la violencia latente de la ciudad, aunque para ser más exactos, la violencia que permanece hasta el día de hoy en esta ciudad. La idea que encierran esas palabras, obviamente, no es mía. Hay un río de voces que han trabajado estos problemas dentro y fuera del mapa. Pienso en esto ahora, cuando llevo un tiempo de regreso, luego de ausentarme, al menos físicamente, por más de una década a una buena cantidad de kilómetros de distancia de Temuco.
Toda mi infancia y adolescencia estuvo localizada en la última población de Pedro de Valdivia, en el sector al que llegaron a vivir mis padres cuando nací a finales de los ochenta. Fue la primera casa que habitaron, luego de vivir arrendando piezas por Basilio Urrutia, Quidel o Antifil, muy cerca del río. Entonces el paisaje transitó desde la ribera del Cautín hasta la copa de agua —o estanque elevado— sobre el cerro, al final de Huentenao Millanao. Tengo pocos recuerdos de mi infancia y, la verdad, es que ninguno de ellos me importa. Detesto la comodidad discursiva del bluff de la «literatura de los hijos», con todas sus aspiraciones pequeñoburguesas, sus victimismos y el hype académico europeo. Y aunque tengo pocos recuerdos, puedo decir que desde entonces la vida de mi familia no cambió a grandes rasgos. Aunque la perspectiva de un paisaje de cuestas, y a cuestas, sí. Un lugar desde donde me acostumbré a cruzar la ciudad a pie sin importar las distancias, evitando pagar, junto a un par de amigos, un pasaje inalcanzable para el sueldo de nuestros oficios adolescentes.
Es inevitable pensar en todo esto ahora, cuando esa casa ni siquiera existe y yo he regresado a vivir a las afueras de Temuco, a once kilómetros, entre aromos y hualles de la comunidad.
2.
El panorama en Temuco hoy es diferente, los rostros son diferentes, el paisaje incluso es diferente. Sin embargo, hay cosas que permanecen iguales, desde luego, como el humo en el que se sumerge la ciudad durante la mitad del año. Otras, en cambio, nunca volverán a ser iguales. Lo vemos desde las consecuencias naturales provocadas por las restricciones sanitarias del covid-19. Desde entonces, el transporte público siguió siendo peor en Temuco y su planificación urbana se fue separando y segmentando todavía más; el espacio público de la ciudad se limitó a ciertos barrios y a ciertos horarios. El resto quedó, a simple vista, en un estado fantasmal. La vida comenzó a encerrarse en los planificados interiores domésticos y en la comodidad y precarización digital. No solo la comida a domicilio, también la ropa, los enceres, hasta el trabajo. Y mientras en la ciudad, que estaba enrejada incluso desde antes de la propaganda del miedo, con la artillería de portonazos que los dueños de los canales de televisión y de radio obligaron a publicitar en sus noticiarios, la vida se siguió atomizando al interior de cuatro paredes y el scroll de una pantalla.
Las calles de Temuco, por su parte, se transformaron en un ficticio escenario de guerra animado por políticos trasnochados que todavía imploran por ver tanquetas militares en las calles y la inutilidad de los guardias municipales que, de la mano del erario público, permanecen atentos a reducir a hortaliceras con una cuestionable valentía en el centro de la ciudad. Cuál más inútil que el otro. Cuál más innecesario.
Pero el escenario, aunque sea ridículo y abyecto, es real. Evidentemente, no existe una guerra sino la prolongación de una invasión, mientras que la violencia del Estado militarizado no tiene nada de ficción y mantiene las cosas en una «tensa calma», como dicta el oxímoron favorito de los periodistas.
Más de dos años en estado de excepción en la región. La guerra no existe; permanece la invasión, repito.
3.
Que la ciudad, como un fenómeno genérico, nace de la violencia, es una obviedad. El nacimiento de todas las ciudades consiste en una irrupción violenta frente a la naturaleza y el afán de domesticación de los humanos contra una supuesta barbarie. Una irrupción violenta del tributo al feudo moderno que organiza y determina nuestros modos de vivir, bajo la falsa promesa del proyecto modernizador que solo trajo consigo extractivismo y asesinato. De la ciudad surgió la atomización del espacio público, y hoy asistimos como espectadores que habitan esta ciudad como una sumatoria de espacios privados al servicio del consumo.
Detesto la nostalgia y el lugar común según el cual todo pasado fue mejor. Pienso en la Isla Cautín, por ejemplo. Un campo de tiro que durante la dictadura pinochetista se transformó en un campo de asesinatos y de impunidad. Una impunidad que permanece. Pero la isla también fue un punto negro de espaldas a la ciudad, un espacio de acceso prohibido, privado. Un lugar dispuesto en el centro del río que divide Temuco y Padre Las Casas y que es cruzado diariamente por miles de personas. Un río que cruzo casi todos los días bordeando la isla, cuando viajo desde Maquehue hasta mis trabajos y transito, además del puente, la ciudad completa de sur a norte y de norte a sur.
Suelo atravesar la ciudad caminando, sobre una micro o con un aventón familiar, porque nunca he tenido un auto, ni mucho menos permiso de conducir. Es mi ética como ciudadano: soy militante de mis eternas caminatas y del transporte público, aunque este funcione de la peor manera en la ciudad, mientras los empresarios creen que un servicio es un negocio. De todos modos, decir que mis viajes a pie consisten en eternas caminatas, es una exageración. Temuco es una ciudad pequeña que hace lo posible por aparentar ser una ciudad más grande de lo que es realmente. Tiene una baja densidad de habitantes y de superficie total. A pesar de ello, la comunicación entre una punta y otra es programadamente desastrosa. Sabemos a quiénes les conviene mantener a los ciudadanos hacinados en el tránsito de las calles o en nuestros hogares. Y lo que es todavía más obvio: desde hace mucho tiempo las diferentes mediciones acusan que el parque automotriz en esta ciudad ha colapsado.
En realidad, no es necesario realizar un estudio, solo falta mirar las calles en hora punta, los incomprensibles tacos, los ridículos precios del pasaje de las micros y su falta de itinerarios y continuidad, lo que irónicamente no se condice con el inexplicable gasto del presupuesto público que la administración municipal ha botado en cámaras de seguridad, más preocupada de la «percepción de la seguridad» que del control policial en que se encuentra la zona. Detesto la nostalgia y estoy seguro de que el pasado no fue mucho mejor. Nací el año del plebiscito en el que militares, empresarios y operadores políticos pactaron la transición a la democracia cautelada.
4.
En mi casa no había libros. No soy hijo de intelectuales, ni técnicos, ni profesionales de ningún tipo. Mis padres no fueron profesores, ni comerciantes, ni empleados públicos. Su educación, aunque importante, fue otra y lejos de una sala de clases. La literatura, la música, las películas, todas esas cosas las descubrí por mi cuenta. En la escuela nunca tuve un profesor o una profesora que me iluminara; ni que iluminara a nadie, sin ir más lejos. Mis padres, además de huérfanos, fueron padres adolescentes y tuvieron que abandonar la educación formal para trabajar y criar. Mi madre llegó hasta octavo básico. Mi padre desertó en segundo medio, mientras estudiaba en el liceo público Aníbal Pinto de Temuco. Se trataba de un establecimiento que estaba cerca de la clásica feria Pinto y al que, hasta su abandono, le llamaban El lechuga, por su cercanía con el mercado libre de hortalizas, abastos y un sinfín de productos. En esas calles, además del liceo, también estaban las hojalaterías, donde comenzó a trabajar por entonces.
Cuando yo era niño, él trabajaba en uno de esos talleres en calle Matta, a unas cuadras de su liceo y al lado de la misma feria, donde un tiempo mi madre fue la recepcionista. Guardo pocos recuerdos. Entre ellos se asoman las tardes después de clases jugando entre las estufas a leña y los cañones de hojalata y acero, el olor de las soldaduras y el ruido de los martillos contra el metal. La ciudad tenía límites bastante establecidos y sus hitos se solían esconder bajo la indiferencia en que crecía improvisadamente. Nunca supe que Pablo Neruda, por ejemplo, había vivido a la vuelta del taller donde trabajaba mi padre. Lo que a simple vista, de todos modos, era imposible de saber para mí en ese entonces. Ni siquiera puedo recordar las fachadas de esa cuadra e inventar un falso recuerdo. Conocía la literatura de Neruda, por supuesto, y su decoloración política que nos enseñaron en la escuela, pero del inmueble que siempre estuvo condenado al olvido no había ninguna señal.
Muchos años después, cuando estaba a punto de titularme, trabajé para un proyecto llamado Huellas de Pablo Neruda. Consistía en levantar una ruta patrimonial, cuyo hito principal era precisamente esa casa fosilizada. Pude conocer su interior como parte del equipo de investigación para tomar algunas fotografías y videos en los que se revelaba el abandono y el deterioro del espacio. Un deterioro sin marcha atrás. Fue durante los meses previos antes de marcharme de Temuco por una década. Hasta ahora nunca más supe del proyecto ni de la casa, más que desteñidas señales lavadas por el tiempo y por el desdén habitual de los funcionarios de turno.
5.
Otro recuerdo vago: además de la malograda casa de Neruda, un hito ineludible del proyecto de la ruta patrimonial fue el Museo Nacional Ferroviario Pablo Neruda que existe hasta el día de hoy. Sabemos que el padre de Neftalí se dedicó a las labores ferroviarias que lo trajeron a esta región a principios del siglo pasado. Y para conmemorar el centenario de su nacimiento, se inauguró y se le concedió su nombre. Para los días de su apertura, yo estaba en el liceo y sabía que quería ser escritor. En realidad, lo sabía desde mucho antes y ya había escrito una colección de poemas que circulaban en revistas y publicaciones adolescentes. En esa época hubo un concurso de poesía en Temuco organizado por la municipalidad. Se anunció con bombos y platillos junto a una actividad literaria de premiación. Por supuesto participé y tuve la idea de asistir para conocer y leer los trabajos ganadores durante la jornada laudatoria. El museo se encontraba al otro extremo de mi casa y atravesamos una distancia que me pareció enorme. Me acompañaron mis padres, a quienes convencí de asistir a una situación inédita para mí. Al llegar nos topamos con un pequeño grupo de personas, tan iguales como nosotros, entre la calle y las rejas puntualmente cerradas del museo, mientras en su interior departían algunos elegidos la «tertulia» y las migajas del cóctel del erario público. No sabía que la invitación era exclusiva y que nosotros, ni los demás en la calle, no estábamos invitados. No éramos parte de ninguna exclusividad.
Nos tuvimos que regresar a casa sin siquiera haber pisado el sitio. Mucho menos habiendo conocido los poemas galardonados. Con los años, llegó a mi poder el libro que publicó la municipalidad. Se trataba de una lista de autores desconocidos para mí en ese entonces; ninguno era de Temuco, ni de la región. Eran todos hombres. Pero debo decir que, si en ese entonces eran desconocidos para mí, también lo siguen siendo ahora. Aunque no por falta de información, sino porque fueron y siguen siendo irrelevantes para este lugar. Y volví a confirmar con certeza que había lugares prohibidos para nosotros y para la mayoría de mis vecinos. No solo tenía que ver con el clasismo chileno, sino que también con las aduanas del poder que reproducían un permanente estado de sitio. Es decir, resguardar quién puede ingresar en una propiedad privada, aunque se trate de un espacio público. De modo que los espacios literarios correspondían —y siguen correspondiendo— a la estructura fragmentada y privatizada de la ciudad.
6.
Veinte años más tarde —hace algunos meses desde hoy—, la administración municipal de Roberto Neira celebró los 120 años del natalicio de Neruda en una reunión, una vez más, a puertas cerradas y a espaldas de la ciudad. Para ello realizaron —según sus palabras— una nueva «tertulia literaria», como dicta el lugar común del manierismo copiado de los «salones literarios» franceses del siglo xviii, usando esta vez como salón privado y comedor el espacio destinado a funcionar como galería pública de arte dentro del mismo Museo Nacional Ferroviario Pablo Neruda de Temuco. Menú de caldillo de congrio y vino a la mesa pagado con nuestros impuestos para agasajar a unos pocos, dejando en claro que, para los operadores del poder, las aduanas permanecen en su mismo sitio.
Días después, la municipalidad de Temuco anunció lo que privadamente el alcalde ya había comunicado a los comensales de la «tertulia»: el apoyo del municipio a la candidatura de José María Memet para el Premio Nacional de Literatura. Una sorpresa que hasta el menos informado de los especialistas no vio venir. Y hasta donde sé, Neira no es un especialista en literatura. Tampoco ninguno de sus asesores. Pero lo más curioso: no sé quién le dijo que Memet sería un candidato que reuniría las condiciones para obtener un premio así. Y, aunque no me refiero solo a condiciones literarias, no sé qué Concejo municipal decidió que su candidatura siquiera representaría a los vecinos de la ciudad, lo que incluso incomodó a varias de las personas invitadas.
Días más tarde la escena se volvió a repetir con ciertos matices, ya no era una galería de arte, sino los vagones del ferrocarril. Ya no era comida, sino un viaje de ida y regreso a la ciudad de Victoria en una locomotora patrimonial. No solo participó la municipalidad, sino también la Seremi de las Culturas. Los pasajeros nuevamente fueron escogidos a dedo con un limitado alcance. Y Memet volvió a buscar protagonismo. Y las migajas resbalaron desde las aduanas y los aduaneros, mientras las políticas culturales descansan en la fondarización y la precariedad.
Veinte años más tarde vemos la misma lógica, quizás con ejecutantes distintos, pero con los vicios de siempre. Escribí una columna enumerando estas, entre otras prácticas, en la revista digital Campo de Batalla. Muchas de ellas las comuniqué de forma privada a sus responsables, dejando un margen de duda a la ridícula idea de que los mismos funcionarios que se han limitado a esconder la cabeza responderían con algo más que evasivas y silencio, comenzando por el propio Neira.
7.
La literatura es un espacio en permanente disputa, un poderoso espacio cuya representación social suele ser utilizada por el oportunista de turno para conseguir distintos réditos. No consiste solo en una disputa por dinero o cierta ilusión de prestigio social, sino también por una forma soterrada de poder. Del control de las aduanas. A veces uno se acostumbra a hablar de ciertas cosas de un modo abstracto que, por lo tanto, se diluye en la inercia y termina en un camino que no lleva a ningún lugar. Pero cuando uno habla del poder, también habla de personas de carne y hueso. De todas formas, que la literatura sea un espacio en disputa, no significa que aquello que surja en «tertulias» o en invitaciones privadas por un par de funcionarios sea precisamente la literatura, es una obviedad: son aspectos que poco importan al momento de batirse a solas con las palabras.
Mientras tanto, esta ciudad conserva un río de voces literarias oculto casi como un secreto. Un secreto para algunos. Uno que no se puede medir con edificios ni monumentos, sino que surge desde cada rincón donde resuena la escritura de Teillier —una cantina, probablemente— o Selva Saavedra —no solo en una sala de clases—, que recorrieron estas mismas calles. Incluso Neruda, de quien insisten en difundir las secciones más inofensivas de su obra contra el poder, más allá del revisionismo histórico en torno a su figura y su biografía. Pero son estas mismas calles las que también transitan en las páginas de El camino del Ñielol de Teófilo Cid, de El sur de Daniel Villalobos, de Nadir de Felipe Caro, de Paréntesis temporal de Dafne Meezs o en la escritura postal de Orlando Pacheco. Solo por nombrar algunas páginas necesarias, escritas en esa parte de la ciudad que desaparece del mapa aduanero. Porque la literatura en serio siempre incomoda al poder, nunca es servicial a la hegemonía, aunque algunas autorías a lo largo de la historia la hayan usado para ello. O peor aún, cuando los escuderos del poder logran alguna beca o algún puesto que les permita continuar utilizando la incombustible etiqueta de «lo literario», como ese eterno ascenso a codazos que les lleva a ocupar puestos y jefaturas, direcciones de departamentos culturales o proyectos editoriales universitarios, creyendo que la literatura es solo entretención, un producto publicitario de sí mismos o un producto decorativo.
8.
Cuando era niño, el precio de los libros era prohibitivo para mí y mi familia. Hoy el panorama no ha cambiado; aunque la edición artesanal ha subsanado en gran parte la historia de las publicaciones en la ciudad. De cualquier modo, el acceso a los libros solía y suele ser un lujo. Recuerdo que la primera feria del libro a la que fui, bordeando el cambio de siglo, tuvo lugar en el Mall Temuco 2000. Un sitio que por ese entonces deslindaba hacia los confines de la ciudad. Un centro comercial saturado de luces artificiales que prometía modernizar Temuco a través de la oferta de cadenas corporativas que invitaban al consumo neoliberal. De modo que la oferta libresca se ajustaba simplemente a parámetros comerciales, promoviendo los títulos de editoriales trasnacionales donde importaba más el continente que el contenido.
Con el tiempo la ciudad, en su constante crecimiento improvisado y fragmentado, trasladó el centro del consumo a calles más cercanas al casco histórico, y el Mall Temuco 2000 entró a un periodo de abandono que mantuvo sus puertas cerradas hasta que fue rematado y comprado por el hermano de Horst Paulmann junto a otro empresario. Desde hace poco más de un lustro, el sitio alberga el comercio de productos fuera de temporada y de excedentes de la producción de cadenas. Un tipo de edificio destinado a intentar reactivar el consumo del mercado de despojos de las marcas trasnacionales y sus distribuidoras.
Resulta irónico, por lo tanto, que desde hace algunos años se haya intentado dotar nuevamente de algún tipo de consistencia a ese espacio con distintas ferias de libros. La primera se abrió a poco tiempo de su apertura, en 2019. La segunda feria se inauguró en 2023 bajo el nombre de La fiesta del libro, con la organización y el auspicio de la municipalidad y de la Seremi juntas nuevamente, y ha repetido su versión en el mismo lugar durante el 2024. Participé de esta feria presentando el libro de una importante poeta temuquense a pesar de los problemas de la organización y sus condiciones, y del trato hacia escritores que destinamos nuestras horas de trabajo solo por amor al arte. Y supongo que, mientras algunas personas recibieron sueldos otros ni siquiera fuimos incluidos en el programa. Aunque el libro de la importante poeta temuquense ni siquiera estaba disponible en los stands. Las taras y los errores, probablemente relacionados a la inexperiencia y al desdén de funcionarios y de funcionarios con ínfulas de autoridades, hizo que su organización sea tan desprolija como el espacio escogido. Pero a esto dedicaremos otras páginas que aún están por escribirse. Lo que resulta curioso, por ahora, es el motivo de la elección del centro comercial en este intento de reactivación mercantil. La pregunta es lógica: ¿de qué modo un lugar comercial y privado con difícil acceso ayudaría a dinamizar el rubro?
9.
La situación es la siguiente: las personas que suelen odiar la literatura señalan con desdén la relevancia de la literatura y el interés de los ciudadanos en su consumo. A veces usan el manido concepto de «habilidades blandas». O asocian la poesía con la emocionalidad, con el sentimentalismo y el patetismo. Con el entretenimiento, la belleza o con algo añejo que está completamente enajenado de la realidad. Pero no con el conocimiento, ni con su poder reflexivo. Como si su importancia radicara en elementos suntuarios y decorativos. Pero el profundo interés por la literatura nunca ha disminuido en la ciudad, aunque ha intentado desactivarse, fracasando en todos los sentidos. Hace un tiempo visité una pequeña feria del libro gestionada por los propios libreros en el instituto Teodoro Wickel, y a pesar de que la habían dispuesto al final del recinto, y a pesar de los check points que cada visitante debía atravesar, igualmente se llenó y personas de todas las edades llegaron con ilusión a leer sus poemas.
Hace dos años, por ejemplo, fui jurado del concurso de poesía Yosuke Kuramochi de la Universidad Católica de Temuco, y pude observar en primera línea el interés provocado mediante las decenas de libros inéditos que llegaron. La calidad y el poder de los poemas que resultaron finalistas confirma que durante estos años se ha desperdiciado el trabajo intelectual de una sociedad completa. Temuco ha sido la materia prima para innumerables escrituras que han surgido desde la valentía y el rigor crítico, desde el acucioso trabajo de sus poetas lejos de las aduanas que aseguran algún sueldo o uno que otro bono, o el ascenso al efímero poder, aunque sea momentáneo o ilusorio. Lamentablemente, debido al oscurantismo y la improvisación del proyecto, que tuvo como resultado un camino de publicaciones seleccionadas a dedo posteriormente a la selección oficial, las cuales habían sido desechadas inicialmente siguiendo distintos parámetros, así como el incumplimiento de la restitución de una convocatoria anual para asegurar su permanencia, nos hacen dudar del verdadero objetivo detrás de una iniciativa invaluable. Porque a veces pareciera que todo se trata de instalarse mesiánicamente con un nombre y escalar. Siempre escalar.
Como sea, el mismo interés de quienes se dedican a escribir fue el que se observó por parte de los lectores, quienes asistieron y agotaron varios de los títulos de la feria dentro del centro comercial el año pasado. La literatura, esta vez representada por editoriales independientes y no por editoriales trasnacionales, le dio vida a un fósil del consumo que se niega a morir, reactivando los negocios aledaños y las cadenas de comida rápida con dinero, nuevamente, público. Los propios guardias privados del lugar señalaron, asombrados, las repentinas avalanchas a pesar, incluso, del propio programa de la feria. Y de paso, se invistió al mall de un prestigio del que carece y desdeña: durante todo este tiempo su administración no ha contemplado instalar ningún tipo de librería en el recinto. Supongo que para los administradores de turno el mercado soberano es quien lo decide en su inercia y sus índices de ventas. Lo más perturbador de todo esto radica en el vaciamiento de las instalaciones públicas diseñadas para estas actividades.
10.
El pabellón El amor de Chile, en alusión a un poema de Zurita, es un edificio de 1.720 m2 construido para representar a Chile en la Expo Milán 2015 y que ganó la medalla de plata en Arquitectura y paisaje. Cuando terminó la exposición, fue desarmado para recalar en Temuco. Aquí fue rebautizado como pabellón de La Araucanía e instalado a los pies del cerro Ñielol. La construcción se vendió al mundo como un espacio sustentable que dialogaría con la naturaleza. Pero todo esto debe leerse entrecomillas, pues más bien se trata de un monumento al extractivismo ejercido por las empresas forestales contra la naturaleza, quienes la utilizaron como una gigante pieza de propaganda comercial. Para el político de turno consistió en un golpe de efecto mediático. Si bien en su interior transitaron algunas obras y eventos artísticos de interés, hoy es un elefante blanco abandonado que se está pudriendo en el centro de la ciudad. El exgobernador Luciano Rivas, asociado a una serie de delitos como han señalado diversas investigaciones, solo esbozó excusas durante su periodo, pero en el fondo ni a él ni a su administración le importó en lo más mínimo echar al fuego la inversión que, nuevamente, surge del erario público. Veamos qué sucederá con la nueva gobernación; aunque pase lo que pase, será tarde.
De todos modos, ni siquiera importaba cuando estaba abierto y era funcional. Recuerdo que todas las veces que lo visité, como la mayoría de los vecinos, tenía que sobrepasar la aduana de su ingreso luego de comprobar junto al guardia mi carnet de identidad. Como si fuese otro check point que atravesar en este estado de sitio. Algo que no recuerdo haber visto en ninguno de los países a los que durante estos años me ha llevado la literatura. Quizás hubiera sido este lugar público y céntrico, a pesar de su origen espurio y sin el shiboleth, un escenario para esta y otras ferias de libros. O la biblioteca municipal Galo Sepúlveda, hoy transformada en un centro cultural con una administración a la deriva. Pero también podría haber sido en las instalaciones del museo regional y su entorno, otro lugar público neurálgico, que se mantuvo cerrado por descuidos en su estructura.
11.
Lo que escribí en Ampliación del Fuerte Recabarren se mantiene invariable en muchos aspectos. Las instituciones siguen pensando en el arte como el sustento folklórico que modela la imagen de una ciudad según los intereses de sus operadores. Pero en el fondo de todo, el río de voces se mantiene desbordante a espaldas de academias, municipalidades, oficinas de extensión y otros conventillos. Sus artistas se han desplegado a lo largo del mapa resistiendo a la violencia de la ciudad, de su permanente corte y su funcionalidad mercantil. Porque la proliferación de aduanas al interior de la ciudad no es otra cosa que la reproducción de sus propias lógicas del poder, y el arte sin un compromiso ético y político no es más que decoración.
12.
Durante esta temporada, he trabajado haciendo clases de literatura en diferentes recintos penales de la región. Y, aparte del pabellón que Luciano Rivas dejó pudrirse, la cárcel es el único lugar donde me suelen exigir la cédula de identidad para ingresar. Para ir o volver de casa hasta Collipulli o Victoria debo caminar tres kilómetros desde mi casa hasta el paradero de la micro. Como todo consiste en un monopolio, solo transita una línea de buses; en el caso de que transiten. Cuando llego al centro de Temuco debo atravesar la ciudad hasta el otro extremo y disponer de un par de horas en la carretera, hacinado y de pie en los pasillos del bus junto a los demás viajeros que día a día y durante muchos años suelen hacer el mismo trayecto. Entre medio debo pasar algunos controles policiales y militares que acechan y cortan mi tránsito. O asistir a la pasarela de tanquetas y el desfile de carros policiales vacíos.
Sin duda nada de eso me amedrentará. No sueño con vacaciones en el Caribe ni en Nueva York —recuerdo que los arribistas de esta ciudad le dicen, con desprecio, «Temuyork»—, ni con mudarme a vivir a Barcelona a cobrar dinero que chorrean las marcas comerciales a la moda, ni me interesa establecerme en Londres ni en ningún otro sitio. Mucho menos necesito hacer ningún eurotrip para decorar los muros evanescentes de las redes sociales. Como escribió Dafne Meezs al final de su libro Paréntesis temporal, que tuve la felicidad de presentar, aunque sea en un centro comercial rescatado de un cementerio zombie, solo puedo repetir: «Cabezas brujas vuelan / anchimalén entre el canto de los gallos / sueño del sueño / partículas / en el centro de lo que ama y se destruye / porque en esta tierra las ciudades no echan raíces (…) y dije— Temuco hardcore / aquí me quedo».
Por mientras, mi padre sigue siendo hojalatero y pasa sus días lejos de la estridencia; yo sigo escribiendo, leyendo y caminando. El libro Ampliación del Fuerte Recabarren, reconstrucción de Temuco, agotada su edición, no ha tenido recepción crítica hasta el día de hoy, siendo tal silencio más estridente que cualquier exabrupto por parte de una academia inexistente. Y, lógicamente, el premio nacional de literatura 2024 no lo obtuvo Memet, sino que Elvira Hernández, como la mayoría de poetas esperábamos. Que alguna vez, al menos en este plano, haya justicia.
*Imágenes: Patricio Alvarado Barría.
Patricio Alvarado Barría (Temuco, 1988) es doctor y máster en Literatura (U. de Barcelona), magíster en Teoría e Historia del Arte (U. de Chile) y licenciado de la Escuela de Artes de la UCT. Publicó Silencios Habitados (Fondart, 2011), Triage (Alquimia, Premio Mejor Obra Literaria inédita 2015, por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile) y Edad de la ira (Sin Fin, 2019; Agnición, 2024). Dirigió las investigaciones «Ampliación del Fuerte Recabarren. Reconstrucción de Temuco a través de diez artistas jóvenes» (Alquimia, Fondart, 2014) y «Estéticas visuales, hibridez y simulacro en la literatura chilena contemporánea» (Proyecto CNCA, 2018). Ha sido profesor de Investigación artística y Pensamiento crítico (UCT), entre otros.