crónica

Adiós, muchachos de los noventa

por Pablo Ayenao


Un pálido fuego se fijaba en las circulares y amenazantes ventanas, un nauseabundo olor irrumpía desde las esterilizadas baldosas. Cumplo mi tierna obligación de hijo petulante y relamido, satisfecho y ciertamente mustio.

Soy una luciérnaga sin irradiación ni noche para amar.

Agobiado y monotemático, acaricio el deshecho libro que lleva días empolvándose en el respaldo del sitial. Historias de malhechores, historias ahogadas por la sospecha, historias de ceniza y alcanfor.

Sonda plástica. Orina que viaja desde la uretra a la bolsa transparente.

Cuantiosa sangre, poca orina.

Desde mi ratonera se aprecia el regimiento y justo al lado, la universidad donde trabajé este último semestre. Un tren a Alaska, un tren desbocado que nunca llegará a parte alguna. No fue mala la experiencia, es necesario evidenciarlo. Leer en voz alta, contestar en voz baja, contrastar diatribas con el libro azul bajo el brazo.

Victoria fría, Malleco esquivo.

Entre clase y clase recorro el patio adoquinado, visito los asépticos baños, atisbo los oscuros corredores, me arrellano en la fría biblioteca.

Ya comenzó la primera cuadratura. Y sí, también es otoño.

En este mismo edificio, en este mismo pueblo mi padre deambuló durante años. Toda una vida, me atrevo a confesar. Porque nunca pudo sacarse de encima este elefante sombrío. Vieja construcción, aún algo imponente. Severos ladrillos en donde me enclaustro somnoliento, y escucho a mis queridas alumnas que nunca han abierto un roñoso almanaque en su vida.

Y eso es divertido, al menos para mí.

Por cierto, lo que me parece aún más seductor es el escenario, la opulenta panorámica. Sí, trabajo en el mismo edificio donde mi padre sobrevivió exactos doce años. Escuela Normal de Preceptores de X, era en aquellos tiempos. Ahora, solo una opaca universidad desconocida, en la cual te obligan a saludar en mapudungun e inclinar la cabeza. Y después de la reverencia, después de la fatiga, solo mutismo y risas soterradas.

Tan cosmético el saludo en mapudungun, tan artificial y avinagrado. Puro humo y desamor. La vida se duplica, los días se duplican inclementes. Imagino a mi padre a sus quince años ensimismado en esta misma esquina donde hoy garrapateo mi fábula. Un mosaico, factor decisivo. Mi padre usando el mismo higiénico cubículo donde hoy troqué conjeturas con un estudiante de derecho.

Explico, no es mi alumno.

Acá, en este perímetro mi padre aprendió todo lo que sabe de la vida. Una antorcha agonizando lento. No aprendió tanto mi padre, o quizás me equivoco. Una antorcha ardiendo fatídica. Mi padre aprendió lo que tuvo que aprender y olvidó lo que tuvo que olvidar. El tráfico y las armas, la arena y el perdón, los animales exóticos y la fuerza del agua turbia.

Malditos coliseos que se tejen y entretejen, formando un carrusel eterno, un carrusel de cristal donde siempre buscaré un escurridizo grano de trigo rojo.

Juré no llorar, juré no sonreír.

Caviloso, me acomodo en un banco de madera y contemplo a unos cabros barbones, vestidos sosamente, de terno y corbata. Ellos juegan al ping pong. La mesa es viejísima, el verde desteñido. ¿Qué deporte habrá practicado mi padre en ese entonces? ¿Hubo algún espanto en aquellas rutilantes madrugadas?

Una vida muy ligera, estoy dispuesto a todo.

- ¿Practicaste ping pong alguna vez?

- Sí, y era tan bueno como tú jugando al tenis.

- Yo nunca he agarrado una raqueta, papá, me confundes con mi hermano.

Nada, hay cosas de las que no queremos hablar. De los compañeros de mi padre, de sus socios generacionales poco se sabe. Unos se zambulleron en cascadas de miel, otros se exiliaron bajo la cima de un volcán nevado, los más lacónicos terminaron petrificados en fosas abisales.

Fin de la jornada, de regreso a Labranza, de regreso al pueblo de las cerezas. Siempre disfruto un capuchino en el local que queda frente al terminal de buses. No me gusta el café. Lo tomo solo como homenaje a mi madre. Ella era adicta a la cafeína, entre otros apacibles narcóticos.

Lo repito: Victoria fría, Malleco esquivo. Bus oruga, baño vaporoso.

- Mire, se ven lindos los volcanes, blanquitos.

- Ni idea cómo se llaman.

- Nadie sabe y a nadie le importan.

A mi vecino de asiento le gusta la entrevista y yo no puedo hablar en los autobuses. Hoy se descarga la ruidosa evocación.

Cuando niño era fanático de los volcanes. Me sabía de memoria sus nombres, sus comportamientos; si eran activos, pasivos o versátiles, cuándo hicieron la última erupción. A todo el mundo le decía que quería ser vulcanólogo, aunque no tenía idea si eso existía como carrera universitaria.

Más rápido de lo esperado, aquella obsesión desapareció.

Una segunda nostalgia en el obstinado carruaje.

El motor acelera y pasamos por fuera de un colegio confesional. Entonces se me viene a la cabeza Valentina, una compañera de curso, una compañera de liceo.

Cajón se llama este poblado.

La madre de Valentina murió justo acá, afuera de este instituto que más que instituto parece monasterio. Ella era abogada y creo que vivían en Pillanlelbún. El caso es que venía manejando su portentoso Sedán rojo (ni idea cómo me enteré de ese detalle y ni idea cómo aún lo recuerdo) y chocó descalabrada contra un bus. La madre de mi compañera de curso falleció al instante. Y fue mejor así. Era octubre.

Valentina nunca volvió a clases.

Pero yo la vi una vez más, merodeando por la convexa orilla. Corría diciembre, principios de diciembre. Ese día tocaba contestar el examen de matemáticas. Yo estaba solo en casa y, por supuesto, no iba a estudiar nada. En Temuko, era imposible que algo entrara en mi cabeza. El examen estaba programado para las tres de la tarde y eran recién las diez de la mañana. Dormía, solo dormía cuando sentí el timbre. Me levanté en calzoncillos, bajé la escalera y observé por la ventana. Una deshilachada cortina permitía ver desde adentro hacia afuera, pero nunca al revés. Contemplaba a Valentina mientras me despejaba una indulgente legaña. Mi compañera vestía su pesado uniforme escolar y en su cabeza destacaba una perfecta cola de caballo. Prometí no condenar, prometí no impacientar. Valentina solo miraba hacia el encapotado cielo, inundándolo todo con su inefable aire presumido. ¿Qué hacía aquella lejana compañera de liceo tocando mi timbre? ¿Cómo llegó hasta acá? Sí, su madre llevaba poco más de un mes muerta y ella venía a interrumpir mis suaves pesadillas. Tocó y tocó el timbre, como diez minutos. Luego arrancó presurosa. La vi alejándose por calle Los camperos hasta llegar a Las tranqueras. Y en esa esquina tomó locomoción, o al menos eso creo. Por supuesto, no se presentó al examen.

Población Ganaderos, humedal extinguido.

Esto ocurrió en Loncoche, en la plaza vieja de Loncoche. Otro verano infausto, yo aún era el proyecto del muchacho perdedor, del viejo perdedor que soy hoy en día. Dejábamos pasar el tiempo con mi desmedida amiga y su peinado a lo Kate Moss, cantando canciones de moda. Adiós, muchacho de pueblito; adiós tren desbocado. Mi apocada amiga con el pelo a lo Linda Evangelista me miró un segundo, y luego me gritó en su castellano champurreado: “Te levantas temprano para estudia / el modo más extraño de no ir a trabajar”. Yo me uní a su ávido canto y juntos llegamos al fastidioso coro. Modestia aparte, amábamos a Modestia aparte. Y sí, no hay forma de remediarlo ni menos aún de esconderlo. Han pasado casi treinta años y aún no encuentro trabajo, querida amiga desconocida con el pelo a lo Christy Turlington y piernas que se bambolean recortando negras bolsas de basura, aún prosigo estudiando cualquier inútil cosa encontrada en los faldeos del lacrimoso valle de los caídos.

Una casa disfuncional, algún día crearemos sortilegio.

Treinta años, poco tiempo malgastado.

- ¿Cómo se mueve la gente al hacer el amor?

- Ni idea.

- Hagámoslo, entonces, para salir de dudas.

- Tú sabes que nunca haremos el amor, a lo más enterraremos nuestros tesoros en la pampa Ganaderos.

- Manos a la obra, vamos. Mañana a la medianoche concretaremos el ritual.

- Ese será nuestro amor, nuestro incomparable y doblegado amor.


Pablo Ayenao (Pitrufquén, 1983). Es profesor de Castellano y Comunicación por la Universidad de la Frontera y magíster en Ciencias de la Comunicación por la misma casa de estudios. Ha publicado Flúor (poesía, Poleo Ediciones, 2011), Memoria de la carne (novela, Editorial Bogavantes, 2015; Premio Municipal de Literatura de Santiago, 2016), Antes que el alba te sacuda en el pavimento (poesía, Ediciones de la ausencia, 2015), Animales muertos (cuentos, Cagten Ediciones, 2021) y La vida toda (cuentos, Editorial Bogavantes, 2023). Actualmente reside en la localidad de Labranza, Temuco, y hace clases de Literatura en la Universidad de la Frontera.