entrevista

Carmen Paz Ñancuvil: «Lo mío es como una hebra que va pasando de una disciplina a otra, que va conteniendo historias»

por Danay Mariman Catrileo

Al igual que su estilo, la trayectoria de la artista visual Carmen Ñancuvil, marcada por las experiencias de la dictadura y los procesos de autorreconocimiento que vivía la generación mapuche que fue joven en los años 80, no es lineal: es una hebra que se enreda y se desenreda entre preguntas sobre la identidad, lo colectivo y la posibilidad de un arte mapuche. En esta entrevista, repasa sus decisiones vitales, la precariedad como escuela y el arte como una voz y un vehículo a través del cual pudo preguntarse y responderse las cuestiones más vitales.

Imagen: Carmen Paz Ñancuvil. Foto: Paty Pichun.


Si la pintura fuera un camino, todos los desvíos de Carmen Ñancuvil (Temuco, 1970) la han llevado siempre de regreso a esa, su ruta principal. Como cuando tras graduarse de la carrera de Artes Visuales de la Universidad Católica de Temuco (UCT) ingresó a un magíster en Antropología en Santiago por la sencilla razón de que su propuesta para el magíster en Artes Visuales no encontró comprensión en el cuerpo docente de la Universidad de Chile al mando de Francisco Brugnoli, que era su primera opción. Para Carmen, era un problema de paradigmas.

— La mitad de la comisión dijo que no porque no tenían cómo guiarme la tesis con la que yo estaba postulando. Me querían mandar para el extranjero, pero no me quería ir porque como la Católica [de Temuco] también había tenido «problemas» conmigo, se los quería dar a la [Universidad de] Chile para que supieran que había un problema, pero que no tenía que ver conmigo.

En aquellos años de los tempranos dos mil, cuenta Carmen, no había referencias para pensar lo mapuche en las artes visuales. Había exponentes, sí, pero no un cuerpo de teoría y reflexión en torno a esta práctica. La tesis que había presentado para graduarse de la licenciatura en Artes de la UCT también había encontrado resistencias al comienzo.

— Mi trabajo tenía que ver con lo mapuche, entonces tenía que empezar a situarlo y no tenía referentes, busqué por todas partes, me ayudaron a buscar. No había nada en lo plástico, porque lo que había dentro de lo plástico estaba dentro del mundo occidental, se alejaba de lo que yo estaba interpretando con mi trabajo. Y ahí pensé: el único referente que tengo es la cosmovisión. Así como dentro de la cosmovisión una cosa no está separada de la otra y hay un tránsito, yo empecé a pensar: la línea es un punto en movimiento, por lo tanto, el punto es la cosmovisión, y allí empecé a situar los aspectos básicos del dibujo. Y así otras cosas. La primera vez que entregué la tesis me la echaron para atrás, me dijeron que estaba siendo fundamentalista.

— ¿De qué era tu tesis?

— Reconstrucción de la identidad a través de la imagen. Yo leía mi tesis y decía ¿dónde está lo fundamentalista? ¿Qué es lo que no veo? Entonces una amiga me dijo: acuérdate que estás escribiendo para el otro, no para ti. Entonces hice un traslado. De ahí empecé a hacerlos siempre: escribía, hacía el traslado y le preguntaba a mi amiga si se entendía. Por eso te decía que puede ser que [en los años dos mil] se haya sido más permeable a lo mapuche entendiendo que ya había artistas mapuche, con todo el reconocimiento al Cristian [Collipal], al Eduardo [Rapiman], pero en la práctica que se entienda desde la oficialidad, desde dentro de la academia cuesta harto. Ahí te das cuenta que no hay tal apertura realmente, que cuando uno habla de interculturalidad no existe.

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Carmen estudió Artes Visuales en la UCT dos veces. La primera, al inicio de la década del noventa, ocasión en que se retiró antes de finalizar, y la segunda, a inicios de los dos mil, esta vez decidida a titularse: «en el arte tú no necesitas el título, pero para mi mamá yo era la primera que estudiaba en la universidad, yo sentía que para ella era necesario». En su primer paso por la carrera, solo existían las orientaciones de pedagogía en Arte y licenciatura en Diseño Artesanal. Para hacer la licenciatura en Artes Visuales había que irse el tercer año a Santiago y terminar allá.

— ¿Cómo era el ambiente en la carrera en el 90 y en el 2000 en términos de lo mapuche?

— En los 90 no se hablaba de arte mapuche en sí. Sí se hablaba de Santos Chávez, por ejemplo, porque era conocido, pero no se hablaba de un arte mapuche en sí. Se hablaba de la artesanía mapuche, de la iconografía mapuche. Entonces lo lógico era que la gente mapuche hiciera diseño artesanal y no pintura. Yo tenía compañeras mapuche, pero entre nosotras no lo hablábamos. También porque estábamos conociendo el mundo del arte, ninguna venía de una escuela artística ni había tenido buena enseñanza de arte en la enseñanza media. Entramos como a conocer. Pero no se hablaba de eso. Los profesores tampoco.

Sin embargo, lo que parecía no estar pasando dentro de los límites de la institucionalidad del arte sí ocurría extramuros. Carmen recuerda que a inicios de los noventa Elicura Chihuailaf convocó a varios estudiantes mapuche de la carrera, entre las que estaban su prima Adriana Chihuailaf, Teresa Chicagual y la propia Carmen y «armó este grupo de gente mapuche en el arte». La idea era realizar un proyecto cuyas características Carmen olvidó y que por distintas circunstancias no se concretó. Aquel grupo se terminó disolviendo, pero luego Elicura habría formado otro del que participaron Eduardo Rapiman y Doris Huenchullan, según ella recuerda. Posteriormente, en algún punto difuso de la década del noventa, Carmen y otros fueron convocados con sus trabajos para una exposición de arte mapuche que se realizó en Santiago, en la Biblioteca Nacional. En la gestión de esa exposición participaron Chihuailaf y José Ancan.

— Cuando yo trabajé con Elicura, yo no había participado tanto con gente mapuche. Había sido militante y pasé un tiempo tratando de sacarme la militancia de encima. Y en ese sentido, cuando hablamos de discriminación, me acuerdo que en la Católica había gente de los cabros mapuche que me discriminaron. Entonces igual eso fue fuerte y por lo tanto yo no quise participar más ahí. Me acuerdo que había uno que me decía que era champurria y yo nunca dije nada, porque mi mamá es mapuche, mi papá igual. Y me mantuve como al margen. Después, cuando ya no estaba estudiando, conocí a la gente del We Kintun [agrupación de estudiantes mapuche de la Ufro] y ahí como que me empecé a acercar más, pero por fuera, en actividades que hacían. Yo creo que fue el momento igual. Todos leseaban con lo del mapuchómetro, pero sí, hubo un tiempo en que muchos como que lo establecían.

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Originaria de Maquehue, Carmen Ñancuvil vivió sus primeros años en la casa donde su mamá trabajaba como empleada puertas adentro en Temuco, la misma que hoy, en la esquina de San Martín con Senador Estébanez, ocupa el proyecto de artes escénicas Trashumantes. Su relación con la pintura empezó en su infancia.

— Cuando era chica era muy tímida producto de la discapacidad que tengo en mi mano, de la discriminación y otras cosas, así que empecé a pintar antes de hablar. Disfrutaba mucho de mi silencio desde niña, siempre fui muy observadora por lo mismo. Y la pintura y la poesía fueron como mi voz.

En la casa, mi hermano estudiaba ingeniería, pero igual pintaba y hacía cosas. Tenía esas acuarelas grandes de muchos colores. Y eso me llamaba la atención y él me dejaba tocarlas y usarlas. A los cinco años gané el primer lugar de un concurso de pintura en que participaron todos los kínder de la región. Estoy hablando del 75, en dictadura. Por tanto, quien me entregó el premio fue un milico. Estoy hablando casi de 50 años atrás y todavía me acuerdo de ese milico, de las formas tan pencas que tuvo [al entregarle el premio].

Después, como en el 78-79, Maggi sacó un concurso de pintura de las sopas que se llamaban Safari. Hice un dibujo y mi papá me dijo que lo mandáramos y gané. En ese tiempo los lápices scripto venían de a cuatro colores, había otro formato que venían creo que siete, ocho. De diez nunca vi. Y a mí me regalaron una caja de lápices scripto que tenía como treinta colores, eran unos lápices alemanes súper buenos. Una caja de metal con la pintura de un pintor famoso y con los colores escritos en cuatro idiomas diferentes; había turquesa, salmón, ocre, colores que eran raros y que no existían en la paleta ni siquiera de los lápices de palo. Ese fue mi primer acercamiento al color y ese fue el último concurso en que participé, pero siempre seguí pintando. Lo que no lo decía lo pintaba.

En su adolescencia, Carmen siguió la línea política que provenía de una rama de su familia e ingresó a las Juventudes Comunistas: «mi abuelo era comunista de los viejos, de los que armaron cosas».

— Como a los 14 o 15 entré al A-28 [hoy liceo Pablo Neruda] y me incorporé al Pewan, que era el taller de poesía en ese tiempo, era medio famoso. De hecho, el 86 hubo un descabezamiento de profesores y de alumnos que estaban metidos en política. Yo tenía 16. La mayoría de mis amigos que estaban metidos en política se fueron. Yo también estaba metida, pero no me echaron porque estaba en el Pewan. Ahí la poesía se volvió más fuerte que la pintura, pero siempre seguí pintando. Pintaba y escribía porque fue un proceso súper fuerte. Era chica, pero entendía lo que pasaba.

En ese tiempo las amistades eran muy fuertes porque dependía tu vida de eso. Mi mejor amigo fue detenido con 16 años y torturado. Él era una persona de piel, que se colgaba de ti, que te besaba, era casi [molesto]. Después no lo podíamos tocar. Nadie vivió lo que él vivió, de ninguna manera, pero vivimos consecuencias que nos desgarraron por dentro y todas esas son cicatrices.

La gente que me conoció en ese periodo es imposible que me dijera «Pacita» [así la llaman algunas amistades hoy en día] porque es como tierno y yo en ese tiempo era dura, súper dura. De hecho, estuve como casi tres años sin llorar. Cuando me pegué una llanteá fue cuando ocurrió el caso degollados, que lo escuché en la mañana y sentí por primera vez que se me fracturaba algo interno. Se me hacía imposible concebir tanta maldad. Mis amigos me decían Carmen o Carmen Paz, pero «Pacita» jamás.

En el mismo magíster de Antropología al que se anotó porque no pudo ingresar al de Artes Visuales, recuerda que les tocó hacer un trabajo para el que tuvieron que ver La batalla de Chile, Actores secundarios y registros sobre el «movimiento pingüino» que se estaba desarrollando precisamente en esos años [2005-2006]. Empezaron fijándose en los murales que aparecían en los videos y terminaron centrándose en la gestualidad de las personas.

— Yo tenía mi miedo particular porque de chica me hicieron bullying por mi mano, por el hecho de ser india —no era mapuche, era india—, esas cosas. Pero cuando vimos La batalla de Chile y a los pingüinos, me di cuenta de que se movían de la misma forma: sin miedo. Nosotros, que éramos los actores secundarios, los del 86, nos movíamos con miedo. Entonces cuando hablo de mi miedo, aparte está ese otro miedo que es un miedo social, así como compungidos, apretados. El miedo constante. Era tan distinto cómo se movían los trabajadores [de La batalla de Chile] y cómo se movían los estudiantes: libres, cachai. Yo no sé lo que es trabajar sin miedo; sí, trabajo, pero siempre va a estar de alguna manera, es parte de uno y no está mal…

— ¿Tú sientes que todavía tienes ese miedo en ti?

— Siempre va a estar. Es como cuando uno va a las marchas. Cuando yo veía a los pacos a mí me dolía la espalda porque me pegaron mucho [con la luma]. Yo sentía cuando venían. Y me pasa hasta el día de hoy: si de repente me duele la espalda es que vienen los pacos. Esa sensación no es racional, es el cuerpo.

Cuando yo militaba también fui parte de la Brigada Ramona Parra. En ese tiempo todas las brigadas pintaban de una misma manera, hacían la gráfica de la misma manera, las letras eran de la misma manera, los colores… la idea era que no supieran quién los hacía. Porque si sabían quién eras tú y te identificaban por algo, te podían tomar preso. Es diferente a cómo se trabajaba después ya cuando estaba estudiando Artes, porque ahí yo era yo, no lo colectivo. En la brigada cada uno tenía su especificación dentro su especialidad. Por ejemplo, yo era fileteadora porque tengo buen pulso, entonces hacía los bordes. Y también fui trazadora. Cuando tú trazas en un muro, trazas con un palo a distancia, manejas los volúmenes de otra manera. En la carrera yo nunca tuve problemas con escultura, pero tenía problemas con los dibujos, con la figura humana, con el monito; cuando trabajaba con la figura, con la modelo, no tuve nunca problemas.

Ahí me di cuenta que el mundo mapuche no es restrictivo con los niños como es en el mundo occidental. Ahora [los niños] tienen derechos, pero antes no tenían derechos, no tenían voz. Los niños mapuche sí. De chica yo jamás me crie con: «No toques eso, no toques esto otro». Tocaba todo, entonces el sentido que tú tienes del volumen es diferente, porque de chico lo has conocido. Y ahí empecé a entender mis diferencias.

Esas diferencias, que ella había percibido siempre, la habían seguido también hasta Valdivia, a donde se fue tras terminar la enseñanza media para estudiar Filosofía, carrera que abandonaría al segundo año para regresar a Temuco e ingresar a Artes en 1991.

— Yo dejé mi militancia en Valdivia. En realidad, ahí me planteé por primera vez dejarla, porque un compañero mapuche me dijo: «¿qué somos? ¿Mapuches, comunistas?». Entonces le dije: «Mira, tú podís ser de derecha, de izquierda cristiana, movimiento socialista, podís ser comanche, demócrata cristiano, pero mapuche no podís dejar de ser». Ahí me quedé pensando y le dije: «Parece que me respondí más a mí que a ti». Empezamos a conversar del tema y me dijo que él estaba en esa encrucijada.

Yo creo que en ese tiempo los mapuche que no eran de Admapu, en su mayoría, su lucha era contra la dictadura. No te pensabas como mapuche contra la dictadura. Pero la libertad te da nuevas búsquedas también. Así como en los 80 la gente que era mapuche no se identificaba como mapuche, sino que se identificaba como luchadora contra un régimen —éramos todos luchadores contra un régimen—, pasado eso, ya con libertad, se empezó a asumir como mapuche y a reconocerse como mapuche.

— ¿Y tú dirías entonces que tu arte es mapuche?

— Yo creo. O sea, en términos de asumir. El asumirse como mapuche es una posición política frente a la vida y dentro de lo que hago como arte, como me asumo como mapuche, también mi arte va en un cierto sentido. A otro le puede parecer que no, quizás alguien puede decir: «Ah, pero yo como chileno puedo hacer lo mismo». Quizás sí, gráficamente, pero todo lo que va detrás tiene que ver con un acervo cultural en sí, entonces yo digo que lo mío es mapuche, me presento así. Siento que el concepto de arte de repente no logra aglutinar lo que uno es o el quehacer de uno, pero en términos oficiales, una sí se presenta como artista visual o artista mapuche.

Si me invitan a alguna parte [a exponer] me gusta preguntar si puedo llevar a alguien más que sea mapuche para que pueda tener visibilidad también. Me gusta eso, siento que es la única forma de trabajar. Es la misma cuestión con la tesis. Yo quería derecho de autor colectivo: no se puede. Porque yo creo que tenemos muchas cosas, tenemos historias, pero no son de nosotros, son de alguna otra parte, ¿entonces cómo tratamos el derecho de autor? De forma individual. Pero el mundo funciona así y es mejor que sea alguien mapuche que tome el derecho en algo a que sea otra persona que no entiende el tema, que lo traslade a otros sitios.

— ¿Cómo fue el periodo de tiempo que pasó entre tu primer ingreso a la carrera de Artes y el segundo? ¿Abandonaste la pintura?

— Estuve cuatro años trabajando, pero también pinté. Ahí trabajé harto lo que era el mural, lo retomé. Con mis amigos trabajábamos para los proyectos del gobierno: murales contra la violencia, cuestiones de género, etcétera; nos pasaban los materiales y nos pagaban algo, nosotros nos repartíamos las postas, las escuelas. También trabajamos con los del Arpa, una organización de Santa Rosa. Ellos de repente me invitaban a trabajar, yo hacía los bocetos de los murales y los trabajaba con una identidad mapuche. Y me gustaba porque en Santa Rosa pasa como en todas las ciudades grandes: que en los cordones de la ciudad, los alrededores, generalmente la gente es mapuche. Entonces la gente veía los murales y se identificaba y se ponían a comentar la simbología. Eso me gustaba mucho, entonces ya ni siquiera pintaba, al final me quedaba escuchando y viendo cómo trabajaban los chicos que eran de ahí, y la gente, la comunidad. Eso es lo que tiene el mural, lo colectivo, que es bakan porque ahora se trabaja el mural, pero de forma más individual.

La gente del We Kintun de repente me invitaba a algunas cosas también, trabajé con la gente de Aukinko Zomo la parte de la gráfica. Aprendí harto ahí, era una organización de liderazgo para las mujeres mapuche y siempre me pedían cosas especiales entonces tenía que investigar, preguntar. Y en ese periodo empecé a generar una pintura ya mía, con mi sello. Mi escritura. Yo digo que lo mío es como una hebra, por eso digo escritura de repente. También ahí entendí que hay veces que tengo que hacer cosas que quizás no me van a gustar tanto para poder hacer las que quiero hacer, porque tengo que vivir bien, tengo que ser feliz con lo que hago, no sé si en términos de plata, pero sí tengo que ser feliz.

— Me decías que a fines de los 80 te estabas haciendo estas preguntas por tu identidad mapuche, ¿cómo te encuentra el inicio de los dos mil cuando ingresas por segunda vez a la carrera de Artes Visuales?

— Iba entendiendo mi cuento mapuche, empecé a conversar, empecé a leer cosas, epew, escritos, también empecé a preguntar, no solo con mi familia —mi mamá poco me decía, mi familia poco me decía— sino con los amigos, con alguna gente, con los amigos mapuche también. Y también ahí empecé a contar algunas cosas que me pasaban, porque curiosamente mis mejores amigos en ese tiempo no eran mapuche, eran chilenos. Y siempre me dijeron: «no cuentes a nadie eso porque van a pensar que estás loca». Siempre me pasaban cosas raras. Mi papá cuando murió yo lo seguí viendo un tiempo y eso no lo entendía. Esas cosas me hacían ruido. Ya después, con el tiempo, empecé a darle espacio a eso. Empecé a entender por qué mi mamá de repente hacía ciertas cosas… yo siempre he soñado mucho entonces mi mamá traía unas espinas grandes y las colocaba en mi cama, en ciertas partes, y yo dejaba de soñar.

Entonces empecé a investigar y empecé a dibujar de eso. Y empecé a preguntarle a mi mamá más concretamente algunas cosas. Y así fue como que mi mundo, mi identidad, fue creciendo. O sea, no fue creciendo, sino que fui entendiendo más y también fui clarificando mi trabajo, iban de la mano: una cosa fortalecía a la otra. Y ahí empecé a crear esta forma de escritura mía, escritura visual en torno a los sueños, a mi pasado. Empecé a entender las cosas que me pasaban cuando chica. Ya lo tomaba de otra manera, podía manejarlo, ya podía identificar los sueños, empecé a entender que hay sueños recurrentes y esas otras cosas también las empecé a dibujar. Después empecé a entender que no podía dibujarlas tan abiertamente entonces las ubicaba con símbolos y eso lo dejaba debajo de mi pintura.

El proceso, entonces, fue diferente. Me propuse aprender y disfrutar ese periodo, pero sobre todo aprender y entender cómo iba esto de lo mapuche con el arte ya en lo formal. Cuando entré, entré con mi trabajo, pensando en terminar, ya tenía claro lo que quería hacer, había entendido esta cosa del tocar [volumen], había entendido también que el dibujo es la expresión gráfica, pero de un pensamiento, que el dibujo y la pintura no está en lo que ves, sino que está en la cabeza. Y ahí también me empecé a preguntar qué es realmente lo que hacemos: si es arte, planteándome yo como indígena, o es otra cosa en sí. Y después cuando racionalicé más todavía la cosa es cuando hice la tesis, pero ahí ya se separa porque la tesis es un conocimiento distinto. Pero ahí sí tuve que empezar a entender ciertos procesos que solo los había pensado.

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— ¿Estás más o menos atenta a lo que pasa hoy en día en términos de arte mapuche? ¿Dirías que hay diferencias con los trabajos que veías antes, a inicios de los 2000, en los 90?

— No tanto, pero siempre ando mirando, viendo, preguntando. La forma en que creamos es diferente, siempre es diferente. Hay algo que tiene que ver con el entorno social también y creo que eso hace que tu trabajo sea también con características diferentes. No podría decirte esta o esta otra diferencia en específico, pero para gente de mi época, esto de la identidad mapuche con apellido, por decirlo así, sí es un cambio.

«El apellido» al que se refiere Carmen tiene que ver con el refinamiento de las identidades. Si en los noventa ella identificaba una disolución de lo mapuche en el concepto de «opositores al régimen», ahora le da la impresión de que ya no basta con definirse como mapuche, sino que se añaden más especificaciones (lo que llama apellidos) a las coordenadas identitarias desde las que cada artista enuncia y propone su obra.

— Yo no sé cómo es que crean los y las artistas mapuche hoy, pero veo sus trabajos y lo encuentro genial. Son hartos, pero son muy pocos los reconocidos, podrían ser más. Hay gente que está haciendo cosas muy buenas en general, o sea, que haya una corriente que se visibilice es bueno.

— ¿Me podrías explicar eso de que tu estilo es una hebra?

— Es que es como una hebra que va armando. Como trabajo sobre todo con lápiz hay veces que escribo y cuando estoy escribiendo al final estoy dibujando, y a veces me queda lo escrito dentro del dibujo, y después ya ni se nota que había escritura. Por eso digo que lo mío es como una hebra. Es una hebra que va pasando quizás de una disciplina a otra, o que va conteniendo historias de una cosa y de otra. Es como esta hebra que puede contener, que puede guiar, que puede coser. Es como una línea continua. Es como el punto que está siempre en movimiento, básicamente. Por eso digo que es como una escritura.

Carmen trabaja en su casa y en su puesto en el mercado municipal de Temuco y lo hace de manera secuencial: «trabajo doce, quince o veinte. En algunas [secuencias] solamente quiero situar tal situación. Por eso no es que empiece una y la termine». No suele participar de las postulaciones Fondart porque, dice, puede costearse los materiales que necesita para trabajar, pero no siempre fue así.

— No trabajé mucho con pincel. Cuando pintaba, pintaba con espátula. La precariedad. Trabajé mucho tiempo con témpera. Entonces cuando empecé a trabajar con espátula trabajaba con óleo y mi profe me decía que tenía una habilidad porque cuando tú trabajas colores es muy fácil que se te ensucien, mezclas uno con otro y te queda un negro de repente. Siempre hay que evitar eso. A mí nunca me pasó. Entonces mi profe me decía que tenía una habilidad, quizás porque trabajé mucho tiempo con témpera y con la témpera pasa eso. Es fácil que se ensucie. Y algo tengo que haber aprendido de eso.

Cuando di mi examen de grado tenía una caja de lápices scripto que costaba como cuatro, cinco lucas. Y tenía cuatro cajas. Con eso hice mi trabajo. Los tenía hace rato entonces lo que gasté para hacer mi examen fueron como diez lucas. En ese momento no tenía plata tampoco. Una compañera su examen de grado le salió dos millones y tanto. Y ella, por ejemplo, cuando pintaba, pintaba con óleos Rembrandt, y uno ahí con los Artel o haciendo los acrílicos, comprando las bases y haciendo los colores. Por eso decía lo precario. Igual uno mismo montaba sus cosas. En Ecuador [en una exposición individual a la que fue invitada] tenía un equipo para montar y me era tan incómodo porque estaba acostumbrada a hacerlo yo y no me dejaban, yo tenía que dirigirlos. Y porque uno trabaja con lo precario en general. Andar con los cuadros de formato grande en la micro y como eran óleos los tenía que llevar además sin pegármelos al cuerpo. Y por eso también empecé a trabajar más con lápiz después. Y empecé a trabajar más chico también, he trabajado con cajas de fósforo incluso.

— Me habías dicho que antes eras reacia a vender tu obra y que ahora te costaba menos…

—Es que trabajo chiquitito y la gente a veces no ve el trabajo, sino que ve el tamaño. No ve la obra en sí. Entonces si es algo chico te quieren pagar nada casi. Esa es una cosa. Y también porque igual atesoraba mucho los trabajos, me costaba desprenderme, porque también tenía que ver con mi propia historia y me costaba.

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Carmen ha expuesto en múltiples instancias, sola y de forma colectiva, desde la década del noventa hasta hoy y también ha sido invitada a participar de distintas instancias de formación, como ahora en Kelluwün Choyün, un espacio de formación en artes y cine para niños y niñas mapuche, dirigido por Jeannette Paillan, y que reúne a artistas de diversas disciplinas. Y es que, a pesar de las vueltas de su vida, la pintura ha sido su constante y es lo que la ha hecho públicamente conocida. En la época en que estudiaba el magíster de Antropología en Santiago falleció su mamá, razón por la que regresó temporalmente a Temuco y a donde al final decidió quedarse. Tenía ofrecimientos de continuar un doctorado en España.

— Pensé: «qué hago». Había dejado de pintar. Si hago esto [seguir estudiando], me voy a ir para otro lado, ya no sé si voy a seguir pintando. Yo no estudié en realidad para irme para afuera, estudié porque quiero hacer cosas con gente acá. ¿Me interesa estar en la universidad como profe realmente? ¿A quién quiero ayudar? De repente puedo trabajar con gente de la comunidad o gente en Temuco. Ahí empecé a clarificar. Mi marido me dice que tenía un futuro para allá súper bueno [en la academia], pero el futuro que he tenido me hace feliz, no sé si habría sido feliz con lo otro. Uno tiene que hacer las cosas que le hagan bien en esta vida. Siempre he sentido lo mismo que en filosofía: que en realidad no estudié filosofía, estudié lo que tenía que estudiar para poder estudiar arte más adelante, para entender la teoría de otra manera, para entender el paradigma en el que estaba de una forma más concreta.

Entonces este proceso también me sirvió para entender otras cosas con el trabajo, ahí ya me dediqué más a la pintura. Siento que con la pintura no tengo opción porque no la puedo dejar. Me puedo desviar un rato, pero al final caigo en la pintura. O en el arte, por decirlo así. Yo siento que con esto no tengo opción. Y si me niego va a ser más difícil.


Danay Mariman Catrileo es editora por la Universidad de Buenos Aires e investigadora autónoma.


Imagen: Carmen Paz Ñancuvil. Foto: Paty Pichun.